Por David Martín

Cuando todos pensábamos que la novela clásica de enigma estaba muerta y enterrada, que aquellas historias que leíamos de adolescentes en los libros de Agatha Christie, o en las investigaciones que llevaba a cabo Sherlock Holmes, habían quedado en la historia, el periodista Guillermo Blanco Alvarado publicó su primer libro, “Mataron a González” en el que intenta mostrarnos que, no solo aún hay lugar para este subgénero literario, que parecía haber sido derrotado por los policiales más oscuros o las novelas negras, sino que con un poco de ingenio y algunas pocas nobles armas literarias, se puede hacer un producto muy digno, de fácil lectura, y sobre todo honesto en su propuesta.

Porque lo que ofrece esta aventura literaria de Blanco Alvarado es precisamente eso, un policial ortodoxo en su estructura, con una muerte en el comienzo, la investigación de ese crimen, y un desenlace con una dosis de sorpresa que puede aceptar variadas interpretaciones.

Escrito en forma directa, casi como una crónica periodística, aunque todo lo que allí ocurre sea ficción, surgido de la imaginación del autor, y de su experiencia de más de veinte años trabajando como periodista deportivo.

La historia arranca con un cadáver tirado en el medio de la calle, luego de una pelea de barrabravas de la misma hinchada, el González del título, un ex futbolista exitoso en los años ochenta que se dedicaba al momento de su muerte a la representación de jugadores. Quien encuentra ese cuerpo es el protagonista, un claro alter ego del escritor, comentarista de fútbol en una transmisión radial, deprimido, y aburrido de su profesión, a quien la fuerte imagen del ex deportista muerto, lo incita a investigar y meterse de lleno en un ambiente que no conoce, para el cual además no está lo suficientemente capacitado, y eso lo moviliza internamente de manera irreversible.

Aquí unos párrafos de "Mataron a Gonzlaléz":

Un antes y un después.

Un quiebre en mi vida.

Al menos, lo que definía como mi vida hasta ese entonces, cambió de golpe.

Ahora, tiempo después me puedo dar cuenta que la señal fue clara.

Fui el primero en ver ese cadáver tirado en el asfalto, al borde de la vereda, en la calle Lisboa, a siete cuadras de la cancha de Vélez. Con un disparo en el pecho, su camisa azul totalmente ensangrentada, y los ojos abiertos que parecían mirar por encima de mi hombro hacia un cielo poblado de nubarrones.

Bueno, en realidad, no estoy seguro si fui el primero que vio el cadáver. Probablemente. Pero estoy convencido de haber sido el primero en ver su rostro y en ponerle un nombre a ese difunto flamante.

Matías González, un crack, ex futbolista de San Lorenzo, que ahora sobresalía también como represen-tante de jugadores.

Jamás pude sacar esa imagen de mi cabeza. Nos habíamos visto una semana antes

Ese día arrancó más temprano de lo que me hubiera gustado. A las ocho de la mañana me llamó Beto con una pregunta que evidentemente era muy importante para él, y a la que yo no conseguía encon-trarle mayor trascendencia:

–¿Juega el Ratón?

–No tengo la menor idea, estoy tratando de dormir –le dije, con tono poco amistoso.

–¡Ah! perdoname … vos nunca dormís.

–Dale, llamame a las diez.

Y a las diez y un minuto volvió a sonar mi teléfono, pero la quimera de recuperar el sueño ya se había hecho trizas con el primer llamado. Lo cierto es que hace años no puedo dormir bien. Siempre supuse que empecé con estos inconvenientes cuando me separé, pero en realidad fue antes, probablemente cuando ella o yo empezamos a darnos cuenta que el divorcio era inevitable.

Pero bueno, esa es otra historia. Lo importante acá es si jugaba o no jugaba el Ratón Ferreyra, al menos eso parecía preocupar a Beto, el relator con el que trabajaba en la radio hace varios años, uno de mis buenos amigos.

Me contó que había escuchado en un programa de la competencia que el mejor jugador de San Lorenzo estaba lesionado, pero en los diarios que él compraba no habían publicado nada de eso, ni tampoco en internet. Él quería saber si La Nación decía algo al respecto, era el único periódico que no leía, por una cuestión de tamaño.

A esa hora, mi diario seguía en la puerta de casa donde lo dejaba el quiosquero, y yo sabía perfecta-mente que lo iba a encontrar mojado y prácticamente inutilizable, por la lluvia que hubo en la noche, y porque el buen señor no lo entrega más dentro de una bolsita, ni lo tira debajo de la puerta desde que no le acepté un billete falso que me quiso dar de vuelto cuando le pagué los diarios y revistas hace unos meses.

–Acá no dice nada –le respondí intentando sua-vizar el tono, aunque no podía disimular mi mal humor.

Ya prestando más atención a las noticias, había una extensa e interesante nota, en página doble central, relacionada con un tema que se había puesto de moda tristemente en el fútbol argentino. La “guerra” entre diferentes facciones de una misma hinchada. En San Lorenzo ya había ocasionado varios heridos, detenidos y algún muerto.

También aproveché para leer una entrevista a Lauro Miranda, el técnico de Atlético Colegiales de Villa Mercedes, San Luis, el equipo que estaba jugando la promoción con el Ciclón. Entre otros temas, hablaba de su pasado casi olvidado como jugador, curiosa-mente, en divisiones inferiores del equipo de Boedo.