En medio de la pandemia que cambió la vida humana, ¿la televisión está dándole al cine una estocada mortal?
Una de las viejas fantasías de la industria audiovisual está convirtiéndose en realidad, en una era que aceleró procesos que la tecnología había empezado a posibilitar, como los estrenos virtuales de películas.
Por Carlos Polimeni
Las cartas estaban en el mazo, pero la era del distanciamiento social por la pandemia de Covid 19 aceleró los tiempos: los espectadores del siglo XXI están presenciando una pulseada desigual entre los imperios de la televisión y la industria del cine, cuyo resultado parece estar cantado.
"Las series van a matar al cine", dispara Arlette, una veterana agente de representación de actores en una llamativa escena del último capítulo de la recién estrenada cuarta temporada de la recomendable serie francesa “Ten percent”, en que se luce como invitado el cansado rostro del actor Jean Reno.
La serie francesa ha presentado a lo largo de su interesante desarrollo un cruce entre ambos universos: en cada uno de sus 24 capítulos durante cuatro temporadas hay una estrella de cine haciendo de sí misma, y la mayoría de las veces ridiculizándose, pero en el marco de un esquema de comedia televisiva a tono con la era de la brevedad.
La serie trabajó sus cuatro temporadas contando con el presupuesto suficiente como para incorporar a cada capítulo una estrella de cine, entre ellas Isabelle Huppert, Christopher Lambert, Cecile de France, Isabelle Adjani, Jean Dujardin, Mónica Bellucci, Sigourney Weaver, Pierre Richard, Charlotte Gainsbourg y Juliette Binoche.
En el centro de su planteo, la producción conocida en Estados Unidos como “Call My Agent!” y en Francia como “Dix pour cent” incluye una idea para nada menor: el mundo audiovisual ha sido transformado de tal manera que ahora la televisión puede dar a las estrellas internacionales lo que el cine ya no les consigue.
Hasta hace poco tiempo el cine, no en vano llamado el séptimo arte, es decir parte de un parnaso al que antes habían ingresado la arquitectura, la escultura, la pintura, la música, la danza y la literatura, era sinónimo de trabajo prestigioso, o en todo caso de ambiciones de prestigio y pretensiones de universalidad.
La televisión en cambio, mucho más industrial, local y adocenada, representaba para aquel mundo un peldaño inferior, un universo que al dirigirse al público de masas no necesitaba de refinamientos y en realidad era lo que la comida rápida –o basura—representa en comparación al universo gourmet.
Pero la televisión ya no es una, o dos, o tres, sino una sucesión de capas que incluye el aire, el cable, la satelital y la muy creciente televisión on demand, además de su consumo informal a través de las redes sociales, mientras concurrir a una sala de cine es una ceremonia que desde hace muchos meses resulta impracticable.
Por otra parte, así como en general, no ven televisión de aire ni leen diarios de papel, muchos jóvenes, adolescentes o niños, educados por los parámetros del siglo XXI, carecen ya de las costumbres rituales de los adultos por lo que el asunto de “ir” al les resulta en parte ajeno, distante: se acostumbraron a que el cine venga hacia ellos.
Las generalizaciones son malas, por lo que valdría la pena precisar que cuando se habla de cine se engloba a una disciplina industrial capaz de generar un mundo que permite a sus artistas contar historias con una técnica --inicio-desarrollo-cierre—en algunos casos destinadas a durar por siempre, mientras todos aspirar a ganar por eso buena plata.
Tampoco hay un solo cine, el industrial, cómo ambicionaría el imperio estadounidense: las capas de producción son variadas, el mundo de los documentales es amplísimo, el del cine-arte también y muchas identidades nacionales están representadas por industrias propias, con caso muy potentes en la India, China, Francia, España, Italia, Inglaterra y Corea del Sur, entre otras potencias.
La televisión, no en vano apodada en el siglo pasado “la caja boba”, estaba hasta hace poco repleta de producciones blandas, sin demasiadas cualidades estéticas propias, y no ocultaba que su verdadero sentido era entretener personas sin paladares estéticos exigentes para que consumieran en las tandas las publicidades que justifican su existencia.
Pero desde “Los Soprano”, la exitosa carta de presentación del Canal HBO en la sociedad mediática mundial, las cosas empezaron a cambiar, y de ahí en adelante propuestas televisivas como “House of cards”, “Breaking Bad”, “Peaky Blinders”, “Mad men”, “La casa de papel” o “Game Of Thrones”, por citar solo algunas, empezaron a consolidar un mundo al revés del conocido.
Es decir, después de haber narrado miles de historias, el séptimo arte en su concepción estadounidense pareció morderse la cola, en el afán de retener multitudes comenzó a repetirse –o a repetir de modo bizarro en fílmico el mundo de las historietas—y la televisión empezó a generar productos más sofisticados, que elevaron su nivel e incluyeron a personas de paladar más negro en su consumo.
No es un dato menor que uno de los más grandes cineastas en actividad, como Martín Scorsese, el director de “Taxi Driver”, “Toro salvaje”, “Buenos muchachos”, “La edad de la inocencia”, “La última tentación de Cristo” y “El lobo de Wall Street” haya estrenado su último film porque Netflix pagó su rodaje, que costó 100 millones de dólares que los estudios se habían negado a invertir.
El estreno de “El irlandés”, con Roberto de Niro, Al Pacino y Joe Pesci, se produjo unos pocos meses antes de la pandemia, en diciembre de 2019, después de pasar por un Festival y de unas pocas funciones en salas pero anticipó lo que vendría: una avalancha de lanzamientos en plataformas digitales que antes el cine no utilizaba y acaso despreciaba.
Lo mismo pasó en junio de 2020 con “5 sangres”, la última obra de Spike Lee, que no podía esperar el hoy insondable final de la pandemia, ya que se trataba de un alegato contra el racismo criminal de la sociedad estadounidense en un momento de apogeo de la violencia sistémica, uno de los correlatos de la peligrosa presencia en el poder de un presidente como Donald Trump.
Docenas de películas argentinas que ya estaban listas fueron estrenadas en 2020 a través del canal de cable que tiene el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales o por plataformas virtuales, incluida Netflix, en una aceptación de la realidad que incluye también una disminución de las pretensiones de ganancias y una gran inacción actual.
Cuanto esta era de cuarentenas y confinamientos varios termine, vale la pena preguntarse, ¿cuántas familias tipo promedio podrán volver a pagar cuatro entradas para asistir a un estreno de un gran film de animación, animándose después a una comida en conjunto en un restaurante, en un país con la depresión económica de la Argentina?
Los grandes estudios – salvo Sony y Paramount-- repensaron el negocio: con la mayoría de los cines cerrados, Warner Bros acaba de anunciar que todas las películas cuyo estreno tenía programado para 2021 se lanzarán al mercado a través de su plataforma de streaming HBO Max, en que permanecerán un mes, antes de ser llevadas a las salas: por tele antes que en la pantalla grande y más barato.
La medida, adoptada en medio de una crisis sin antecedentes, intenta hacer frente a la nueva realidad que dispara la pandemia, es decir a los forzados cambios de hábitos de las multitudes, en un panorama en que no está claro si hay un camino diferente para la industria en el corto plazo, ni certeza sobre la continuidad de muchas salas del planeta completo.
La decisión de mandar películas directamente a la tele incluye “tanques” industriales que representaron más de mil millones de dólares en costos de producción como “Godzilla contra Kong”, un remake de “Duna”, “The Matrix 4”, otra de “Escuadrón Suicida” y una especie de precuela fílmica de la historia que desarrolló la serie “Los Soprano”.
En ese sentido, como pasó con el fútbol, en un proceso lento, pero continuo, estar en el lugar de los hechos resultada cada vez más caro, difícil, y restrictivo, y en cambio mirar las cosas en casa a través de una pantalla se convierte en una posibilidad al alcance de mayor cantidad de gente, que termina notando poco las diferencias, porque no ha sido educada en ellas.
Eso mismo ocurrió con la música: millones de personas escuchan hoy temas grabados en su momento con técnicas escalofriantes, con docenas de canales de audios, pensada para grandes equipos de sonido, en versiones digitales comprimidas sin calidad de graves o agudos, en que se pierde casi todo el sentido original…pero no saben, o no se dan cuenta, o no les importa.
Esta era también ha reconvertido, para peor, claro, la industria de los espectáculos musicales, que en el futuro seguramente sumará al vivo las transmisiones on line, y puesto en peligro el mundo del teatro y el ballet, que se han adaptado para sobrevivir durante siglos, pero están sufriendo hoy estocadas que podrían ser mortales para muchos de sus ámbitos no oficiales.
Warner Bross no es la única compañía del mega negocio del cine que cambió su modelo en el negro panorama que vive la industria: Disney está estrenando en el mundo obras importantes pensadas para los cines en su plataforma de streaming Disney +, que acaba de llegar a la Argentina, pero sin incluirlas como parte de la suscripción.
Universal produjo el año psado el estreno estadounidense de la ficción animada “Trolls World Tour” en los cines y on line al mismo tiempo, disponiendo que no estuviera disponible dentro del paquete de suscripción básica a ninguna plataforma, por lo que hubo que pagarla aparte, en el modo pay per view.
La película, que se había estrenado sólo en cines de Rusia y Singapur cuando empezó la pandemia, recaudó sólo en Estados Unidos casi cien millones de dólares en el primer mes de exhibición, en una demostración de que había ahí un mercado para explotar, aunque eso no garantice que la historia de repetirá con todos los productos.
La Historia enseña que aún en situaciones muy críticas para la humanidad –guerras, otras epidemias, debacles económicas, depresiones profundas—una porción de los humanos sigue buscando en la creación industrial y/o artística un modo de consuelo o entretenimiento, aficionada a la catarsis que hace 25 años buscaba el teatro en Grecia.
La gran diferencia es que una parte de ese universo a disposición hoy busca a su interlocutor en lugar de estar esperándolo, y es un proceso que no tendrá fin, como la lenta adaptación de las especies que sobreviven a cataclismos de todo tipo, porque cambian, acaso porque marchan livianas de equipaje.
En ese sentido, es aleccionador el tema de otra industrial cultural, la del libro: las grandes cadenas de librerías sintieron en 2020 mucho más el impacto de la crisis que los pequeños negocios, que si sobrevivieron –no todos lo lograron-- es porque encontraron en el trabajo artesanal con los “clientes militantes” un modo de relación imposible para los colosos.
Pero eso ocurrió porque en medio de la situación de cuarentena y distanciamiento los consumidores de libros que hacen mover las ruedas de la industria editorial en la Argentina estuvieron activos: según un relevamiento de Ghostwriter Argentina, un 45,7% de los lectores consultados afirmaron que durante esta época leyeron más que nunca.
Una nota publicada por el diario La Nación puntualizó que el 66,2% de los encuestados contestó que retomó "costumbres de lectura abandonadas por falta de tiempo", el 21,4% leyó con más frecuencia para olvidar las preocupaciones y el 12,4% restante señaló que se inició en la lectura para combatir el aburrimiento.
Pero la industria del libro enfrentaba otra crisis grave antes de la llegada de la pandemia, vinculada a los años del macrismo: si en 2014 se habían publicado en la Argentina 129 millones de ejemplares, en 2015 fueron 83 millones, en 2016 la cifra cayó a 63, en 2017 a 51 millones, en el 2018 a 43 y en 2019 a 35 millones.
“Las editoriales están en el peor de los mundos en este momento", sentenció hace cuatro meses Martín Gremmelspacher, presidente de la Cámara del Libro, aunque el panorama que abre el lento inicio de la vacunación y el posible retorno de algunas formas de escolaridad presencial hacen soplar tenues vientos de esperanza, que de ella también se vive.