¿Puede el capítulo final de una comedia sueca estrenada este mes por Netflix servir como ilustración del conflicto ideológico que existe en el seno de la industria editorial, explicado en público por el escritor argentino Guillermo Saccomanno en el discurso que armó alto revuelo en la inauguración de la Feria del Libro de Buenos Aires, en abril pasado?

La respuesta es sí: los más de 12 mil kilómetros de distancia entre Estocolmo, sede de la acción de la serie Amor y anarquía, y Buenos Aires, se diluyen automáticamente cuando se ahonda en la relación de completa asimetría que se entabla entre los que escriben y los que publican, aunque el público que compra libros no lo sepa, o no quiera saberlo.

Netflix estrenó el 16 de junio los ocho capítulos que componen la segunda temporada de Amor y anarquía, una serie primero romántica y después dramática escrita y dirigida por la cineasta Lisa Langseth, que se hizo conocida en la industria audiovisual por la trilogía de films, Pure (2009), Hotell (2013) y Euphoria (2017), que lanzó al estrellato global a la actriz sueca Alicia Vikander.

En la primera temporada, al estilo de otros productos del universo de las series, como la británica The Office o la francesa Ten Percent, la historia transforma en escenario principal de la ficción un ámbito laboral, en este caso una editorial, para abordar un relato en parte coral, pero en cuyo centro está Sofie, una mujer en evidente crisis matrimonial, que ingresa a la empresa con la intención de “modernizarla”.

Los 16 capítulos de las dos temporadas tienen un leit motiv, la relación alocada y en gran parte necesariamente clandestina que Sofie mantendrá con el empleado más joven, Max, el informático, pero de a poco el tono del relato irá volviéndose más sombrío: las enfermedades mentales, la muerte, las imposibilidades, las obsesiones dirán presente en dosis crecientes, como una metáfora de una sociedad que parece ideal…pero no lo es.

Como en la también nórdica, pero danesa, Borgen, cuyo centro es el manejo del poder político, uno de los temas centrales de Amor y anarquía es la descripción del modo en que un mundo que se supone blindado a la banalización, el del amor por los libros, resulta un negocio manejado por personas cuyas decisiones dependen en parte del humor de las redes sociales, de los diarios online, de los influencers, de la televisión e Instagram.

A lo largo de la trama de la segunda temporada convive con el tema de las relaciones amorosas complejas, otro conflicto no menor: puesta ahora al frente del negocio por un conocido tan simpático como inescrupuloso -maneja el banco que puede “salvar” a la editorial- Sofie está convencida de que puede llevar adelante un plan para que los escritores poco exitosos paguen por publicar sus libros.

El plan, que en la ficción fracasará, está basado en la promocionada idea de la meritocracia: pretende que aquellos autores de obras que producen dividendos a la editorial, que hoy por lo general no son de literatura, “dejen de financiar” a los que no resultan comercialmente exitosos, que en adelante deberán abonar de sus propios bolsillos la salida al mercado de los ejemplares.

En la realidad argentina, durante su discurso del 30 de abril en la inauguración de la Feria del Libro tras los dos años de pandemia que impidieron su realización, Saccomanno contó, entre otras cosas, que al ser convocado había pedido que le pagaran por su trabajo, para sorpresa de los responsables que decían que todos los predecesores en la tarea se habían conformado con el prestigio que significaba.

El paralelismo entre una serie sueca y la polémica que originó el discurso de Saccomanno en la Feria del Libro
Saccomanno durante su discurso en la Feria del Libro. NA/Daniel Vides.

Pero además, en una auténtica diatriba que dejó sin aire a los que no estaban preparados, el autor de Bajo bandera y Cámara Gesell, recordó las vinculaciones de la industria editorial con los oligopolios que manejan parte del poder en la Argentina, observó que el precio de los libros los convierte hoy en inaccesible para las mayorías, y describió como vampíricas las relaciones entre los escritores y los responsables de sus publicaciones.

“Nuestra relación con los editores es siempre despareja”, leyó ese día el escrito uno de los grandes autores de la actual narrativa argentina. “Nos sentamos en desventaja a ofrecer nuestra sangre, no otra cosa es la tinta. El editor es propietario de un banco de sangre compuesto por un arsenal de títulos publicados siempre en condiciones desfavorables para quienes terminan donando prácticamente su obra”, subrayó.

 Los escritores, que ganan apenas el 10 por ciento del precio de tapa de cada libro vendido, cobrando sus ganancias una vez por semestre según una contabilidad editorial a la que no tienen acceso, no pueden ir luego a un supermercado chino a pagar con “prestigio” las compras, ¿bromeó? Saccomanno, que insistió con la idea de que no pretendía “bajar línea” arruinando una fiesta, sino apenas describir la realidad que rodea su oficio.

En la parte final de esta temporada de Amor y anarquía una polémica escritora de la pequeña editorial ganará el Nobel de Literatura y aparecerá entonces el ballet del cambalache: el magnate bancario tendrá más cámara que el esforzado editor responsable del éxito, al que hasta ese momento planeaba despedir por “antiguo”, y Sofie terminará comprendiendo que su padre socialista podía ser raro, pero no estaba tan loco cuando luchaba contra las injusticias.

Los escritores argentinos saben que las reglas del juego son universales y que las grandes editoriales locales hoy resultan subsidiarias de pulpos internacionales manejados por contadores que miran solo los números, pero aún en un ámbito en apariencia tan distante la serie sueca está allí para mostrar al público que desprotegidos están los que con su talento mueven las ruedas de una industria que ama presentarse en público como defensora de la cultura.