En 1962, luego de que el “arquitecto de la solución final” del nazismo Adolf Eichmann, que había vivido varios años en la Argentina, fuera condenado a muerte en Israel, un investigador estadounidense se propuso estudiar científicamente hasta qué punto los seres humanos podían obedecer órdenes macabras sin que su conciencia se sublevara.

En aquel momento, millones de personas que se habían interesado por el juicio, estaban más que movilizadas por el modo burocrático y ajeno a la empatía elemental con que Eichmann había explicado como ideó los campos de concentración y luego el exterminio en cámaras de gas de aquellos que el Tercer Reich consideraba sus enemigos internos, es decir judíos, gitanos, negros, inválidos, homosexuales, y opositores.

Eichmann, que había vivido en la Argentina desde 1950, en una luego famosa casa de la calle Garibaldi en San Fernando, fue secuestrado en 1960 por un comando del Mossad israelí y llevado a juicio, el primero de la historia que fue grabado en video, tras lo cual se lo consideró culpable de la planificación del asesinato de miles de personas y se lo condenó a muerte, en 1962.

El Experimento de Milgram probó hace 60 años que los seres humanos pueden ser más sádicos de lo que parecen
Adolf Eichmann durante el juicio en el que se lo condenó a muerte.

La filósofa alemana Hannah Arendt, que cubrió el largo juicio en Israel para la revista estadounidense The New Yorker, acuñó al analizar la conducta de aquel hombre imperturbable la idea de “la banalidad del mal”, impresionada por el hecho de que resultó la mano derecha de una maquinaria de muerte diseñada por Adolph Hitler sin ser una persona enferma o de carácter retorcido.

La conducta de Eichman, que explicó en detalle que cumplía órdenes sin cuestionarlas ni pensar en sus consecuencias, que trabajaba para ascender profesionalmente, y que no entendía ideas como “el bien” o el “mal” cuando de lo que se trababa era de cumplir con objetivos fijados de la superioridad, causó un hondo impacto en la comunidad científica.

Si bien el criminal nazi Dieter Wisliceny declaró en el Juicio de Núremberg que Eichmann le había dicho en febrero de 1945 que cuando le llegase la hora ingresaría contento en su tumba porque la sensación de que tenía a cinco millones de personas en su conciencia sería “una fuente de extraordinaria satisfacción”, en el juicio en Israel lució siempre como un burócrata obediente.

Una vez que la condena a muerte fue ejecutada -lo ahorcaron hace ahora 60 años, el 1º de junio de 1962, y luego cremaron su cuerpo y arrojaron las cenizas al Mediterráneo- en la Universidad de Yale, el investigador Stanley Milgram se propuso descubrir si el de aquel asesino de masas era un caso aislado o respondía a un patrón que podía ser frecuente en los seres humanos.

Fue en ese panorama que el psicólogo Milgram consiguió que la Universidad le financiara un experimento que se proponía investigar qué cantidad de dolor o sufrimiento podía causarle a un desconocido un ciudadano normal, común y corriente, si una “autoridad legítima”, militar o científica, por ejemplo, se lo pedía en un ámbito específico.

“Los aspectos legales y filosóficos de la obediencia son de enorme importancia, pero dicen muy poco sobre cómo la mayoría de las personas se comportan en situaciones concretas”, puntualizó años después el científico estadounidense, cuyo apellido quedó para siempre ligado a las indagaciones sobre la obediencia debida.

El experimento se inició con una serie de avisos callejeros que en las calles de Connecticut pedían voluntarios de entre 10 y 50 años. a los que se pagaba unos 30 dólares, más la comida, para participar de una investigación sobre la relación entre memoria y aprendizaje, sin que supieran que en realidad era sobre la obediencia a la autoridad.

El experimento requería de tres personas en un laboratorio de observación: un científico ataviado como tal dentro de la Universidad (el investigador del equipo de Milgram), el profesor (en este caso el voluntario que leyó el anuncio) y el alumno (un actor, que se hacía pasar por participante en el experimento).

El Experimento de Milgram probó hace 60 años que los seres humanos pueden ser más sádicos de lo que parecen
El polémico experimento.

En este experimento sobre el papel de la violencia institucional, el científico le explicaba al iniciarse la sesión al voluntario que cumplía el papel de profesor que la idea era castigar con descargas eléctricas al alumno cada vez que fallase en la respuesta a una pregunta, por qué se estaba investigando si el castigo físico ayudaba a mejorar las formas de aprendizaje.

Con el alumno-actor atado a una silla eléctrica, al voluntario se le señalaba que las descargas podían llegar a ser extremadamente dolorosas pero que no provocarían daños irreversibles, tras lo cual empezaba el supuesto intercambio de preguntas y respuestas, y los castigos cuando se generan los errores.

En realidad, mientras cree que está colaborando con la ciencia, el participante ignora que el examinado es él mismo, porque le irán pidiendo que suba la cantidad de descargas eléctricas en una escala que comienza en 45 voltios pero puede elevarse hasta tres descargas consecutivas de 450 voltios, suficientes para acabar con una vida.

Lo que los científicos comprobaron es que cuando los alumnos parecían sufrir mucho por las descargas los maestros dudaban y se rebelaban, pedían explicaciones, tenían crisis y hasta exigían dar por terminada su participación, pero en general la mayoría de ellos terminaban obedeciendo a sus uniformados momentáneos superiores, convencidos de que estaba bien lo que hacían.

En el experimento original, el 65 por ciento de los participantes (26 de 40) aplicó descargas de hasta 450 voltios, aunque muchos se sintiesen incómodos al hacerlo, y ninguno se negó rotundamente a aplicar más electricidad antes de alcanzar los 300 voltios, que es cuando los actores que hacían de alumnos fingían morir, y gritaban pidiendo clemencia.

A fines de los setenta, una parte de estos experimentados fueron incluidos en la trama de una atractiva película francesa con Ives Montand, estrenada en la Argentina como I, como Icaro, en que a partir del caso del asesinato de John F. Kennedy en 1963 el director Henri Verneuil intentaba demostrar como bajo presión hay individuos que concretan acciones contrarias a su conciencia.

La conclusión del experimento, que incluye una posible explicación para “la obediencia debida” tan famosa en la Argentina a partir de los juicios por los crímenes de lesa humanidad durante la dictadura militar 1976-1983, es que hay una cuota de sadismo superior a lo previsible en las personas que se autoperciben como normales, que además representan a la sociedad a la que pertenecen.