Si la pregunta fuese por qué la muerte de Miguel Grinberg, que hace décadas no trabajaba en los grandes medios de comunicación, recorrió como un latigazo el espinel del periodismo, la respuesta debería empezar subrayando que se trató de un pionero, de un hombre que influyó durante más de medio siglo a una aldea que hoy tiene la dimensión de una nación.

Grinberg, que alternó muchas disciplinas diferentes, en él complementarias, tuvo una historia como ecologista, poeta, cronista de rock, editor, jefe de prensa, crítico de cine, conductor de radio, maestro de meditación y autor de libros esenciales, por lo que resulta a la comunicación alternativa en la Argentina lo que Bob Dylan significa en la historia de las letras de las canciones de rock.

El unicornio que fue, ese animal único y fabuloso, parecía salido de una fábula del Renacimiento: sumaba a una sabiduría nutrida en una espiritualidad ecuménica una perseverancia de mártir en ideas que fueron ganando el centro de la escena, entre ellas la lucha ecológica, con la que se relacionó desde sus albores en la Argentina, y la brega por el control estatal de la industria alimenticia.

Siendo frugal en todos los aspectos, de una humildad llamativa, este hombre que terminó siendo un maestro zen, o un chaman. pregonaba desde los años sesenta que los seres humanos debían tomarse la tarea de edificar sus vidas con el cuidado de quien lleva adelante una obra de arte, intentando iluminar la oscuridad, elevarse por sobre la tentación de la mediocridad, no quedarse en la comodidad.

En sus clases de meditación, lo que hacía era enseñar a respirar, bajo la idea de que la espiritualidad de las personas empieza a convertirse en realidad sólo cuando se tiene un mínimo control sobre el cuerpo, qué si no está condenado al maltrato que le propina el usuario, rodeado de una sociedad que todo lo mercantiliza y carece de tiempo para la reflexión.

En los tempranos sesenta era un influyente difusor de la contracultura anglosajona, de la obra de su amigo Allen Guinsberg, de Henry Miller, de Thomas Merton, el introductor en la cultura argentina de grandes como la brasileña Clarice Lispector y el nicaragüense Ernesto Cardenal cuando la irrupción del rock nacional, después de la beatlemanía, le dio un sentido distinto a su vida.

Miguel fue imprescindible, como hacedor, como pensador, como comunicador -tal vez él haya inventado “la crítica de rock”- para la generación que incluyó a Luis Alberto Spinetta, Moris, Tanguito, Litto Nebbia, Miguel Cantilo, Manal, sobre la que pudo bordar una teoría que quedó plasmado en su famoso libro Cómo vino la mano. Orígenes del rock argentino, un clásico de 1977 reeditado cinco veces.

El espíritu renacentista presidió la existencia de Miguel Grinberg, el pionero de la crítica de rock y la ecología
Spinetta y Grinberg en los setenta.

Pero cuando el rock se volvió parte de la cultura de masas, a mediados de los ochenta, cuando la maquinaria del negocio se devoró al placer de la autogestión, cuando los estadios opacaron a las plazas y parques, Grinberg ya estaba plenamente metido en el mundo de la ecología, mucho antes de que su agenda verde llegara al centro de la escena.

De hecho, durante diez años trabajó en la órbita de Naciones Unidas para la célebre conferencia de Río de Janeiro sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, que fue hace treinta años el puntapié inicial de una preocupación generalizada por los evidentes cambios en el planeta que ha deparado aquello que suele llamarse el progreso.

  En una época en que vivía en Montserrat, en un departamento poblado de libros, revistas, recortes y recuerdos, con una habitación para las clases de meditación que le permitían subsistir, llegó a la conclusión científica, midiendo decibeles y la toxicidad de los escapes de los taxis y ómnibus, de que la calle Maipú, y su prolongación, Chacabuco, era la más contaminada del mundo, aunque aquí nadie parecía darse cuenta.

Grinberg tenía un tono pedagógico y una bonhomía que hacían que nada de lo que dijese sonara agresivo, y un sentido del humor que le permitía afirmar que además de los 40 libros que había publicado tenía un montón de títulos pensados -eso contó en el documental Satori, que Federico Rotstein estrenó hace tres años- para libros que nunca escribió, como Preludio de un amanecer silencioso.

Entre los qué si publicó, este hombre de aspecto quijotesco que dirigió revistas como Eco Contemporáneo, Contracultura, Cine & Medios y Mutantia, deben mencionarse Evocando a Gombrowicz, Un mar de metales hirvientes: Crónicas de la resistencia musical en tiempos totalitarios (1975-1980), 80 preguntas a Miguel Grinberg, Celebración de la vida intensa y Tiempo de renacer.

En sus últimos años activo, su atención estaba muy centrada en el hecho de que a esta altura del siglo XXI alimentarse sin estar al tanto de cómo se comporta la industria alimenticia se ha convertido en una actividad peligrosa, incluso para aquellos que por ser vegetarianos o veganos creen estar a salvo de los peligros de consumir carne de animales repletos de hormonas de crecimiento y productos químicos.

“Aparte de los antibióticos, de los fungicidas, de los piojicidas y de la cantidad de cidas para matar las plagas que amenazan a ese conglomerado de animales en campos de concentración que son las granjas industriales, cuando eso llega al estómago del consumidor acarrea parte de lo que el animal ingirió para constituirse en una pieza comestible”, le dijo a la periodista Gabriela Saidón para el libro Mondo verde. Verdades y mentiras de la ecología.

Que “uno sea vegetariano y coma comida fresca” no garantiza eludir los problemas, planteaba, antes de la enfermedad, que se lo llevó a los 84 años. “La modificación de los genes en cualquier tipo de alimento tiene como objetivo una vida más larga en las góndolas del supermercado y una producción más intensiva, en algunos grados a niveles de locura”, por lo que también las frutas y verduras pueden intoxicar.

“Cada vez hay más testimonios de laboratorios químicos independientes que sostienen que la ingesta de productos transgénicos termina resintiendo el organismo”, decía Grinberg, que sentía que el poder de las grandes marcas ocultaba la realidad insoslayable de que -antes de la epidemia del Covid- por primera vez en la historia de la humanidad había largas colas en las farmacias.