Una voz que ha partido en dos la historia del flamenco, un trío acompañante que improvisa a partir de la impronta del jazz latino, y un repertorio de grandes canciones latinoamericanas: el espectáculo con que Diego el Cigala ha vuelto al ruedo tiene el valor de una obra cumbre para la música popular en habla hispana.

Al Cigala, cuyo último trabajo grabado es un tributo a la música tradicional mexicana, le programaron cuatro funciones en cinco días para este retorno a la Argentina –en Córdoba, Rosario, Buenos Aires y Mendoza- enmarcadas en un proyecto más grande, que tiene que ver con la recuperación de sus ganas de actuar en público, con el abordaje de una nueva larga gira internacional.

Diego Ramón Jiménez Salazar, nacido en Madrid, en 1968 y considerado un heredero virtual de la más grande de las estrellas del canto paridas por el flamenco, Camarón de la Isla, atravesó la tristeza más grande de su vida en 2015, cuando enviudó de Amparo Fernández Carrascosa, con quien vivía en República Dominicana.

Desde su casa en Punta Cana vio luego como la pandemia lo obligaba a otra etapa de introspección, y a la suspensión de una gira internacional de 80 conciertos, por lo que su decisión vital fue encerrarse en los estudios de grabación para dar forma a “Cigala canta México”, un tributo a algunos de sus gustos juveniles.

Diego el Cigala embellece el mundo, en su lento retorno a la normalidad

Pero en esta gira 2022, en rigor, hay una especie de paseo por los grandes momentos de sus 25 años de carrera profesional, con versiones excepciones de piezas tan diversas como “Lágrimas negras”, “El ratón”, “Garganta con arena” o “Canción de las simples cosas”, clásicos con los que su impresionante fraseo llega a niveles superlativos.

Claro que para que eso ocurra tiene que mediar el inspirado pianista gitano catalán Jaime Calabuch, “Jumitus”, un virtuoso completamente consustanciado con la causa del cantaor, ese compromiso para que cada interpretación sea diferente a todas las demás y casi siempre deje al público con gusto a poco, con ganas de más.

El flamenco es, en esencia, sustracción, concentración, canto hondo, rítmica y raíces centenarias, paciencia y fortaleza, pero El Cigala aplica esa técnica para enseñorearse con canciones de géneros mucho más expansivos, como la salsa o la música mariachi, logrando un efecto análogo al que consiguen los músicos de jazz cuando interpretan temas muy conocidos de la música popular, que cobran así una dimensión diferente a la convencional.

Desde siempre, el efecto en sus actuaciones es que Diego parece estar cantando por última vez, como si su vida fuese una despedida eterna, proponiendo al público el disfrute de un momento único, que será recordado luego con la melancolía con que miramos en el Museo animales de especies que desaparecieron.

En el Gran Rex colmado de un público cariñoso y respetuoso –no fue el del viernes pasado el primero de sus recitales inolvidables allí- las dos versiones de “Lágrimas negras”, como una especie de tributo a su impresionante disco de principios de siglo con el pianista cubano Bebo Valdés, tuvieron el sabor de lo inmejorable, aunque esto sea absurdo, tratándose de un artista de este calibre.

Si en el flamenco laten dolores y tragedias, si se trata del canto que sale de las entrañas de una etnia perseguida durante siglos y aún hoy ninguneada por ciertas cátedras, las performances de El Cigala, en el lugar en que se presente, están rodeadas de un ceremonial especial: el público lo ve como un artista que reivindica un género que se ha ganado, sufriendo. un lugar propio en las grandes músicas del mundo.

Moviéndose como en jam session, con Marcos Niemietz en contrabajo e Israel Suárez Piraña en la percusión, lo que Cigala y Jumitus logran es una comunión única, soñada, de la que el público es testigo privilegiado, en un ritual para oídos exigentes, pero sobre un repertorio, el mayor ejemplo sería “Te quiero, te quiero”, que popularizó Nino Bravo, que para nadie resulta árido.

Un milagro de las músicas populares del Tercer Mundo, que al refinarse no solo llegan y llenan las grandes salas de concierto sino que alcanzan una horizontalidad –Miles Davis en el jazz, Astor Piazzolla en el tango, Rubén Blades en la salsa- que las eleva hasta la dimensión de las obras que flotan, sin barreras, en el ánimo del inconsciente colectivo del público mundial.