Mi abuela paterna era huraña, gruesa y formidable. Cuando se reía lo hacía a carcajadas, rumiaba por razones que solo ella conocía, aireaba a gritos sus opiniones a veces alarmantes y hablaba un dialecto noruego impenetrable para mí. Aunque nació en Estados Unidos, nunca llegó a dominar el sonido th del inglés y optó por pronunciarlo como una simple t, cambiando la sonoridad de las palabras. Cuando yo era niña, ella tenía el pelo blanco y abundante, y si se lo soltaba, le llegaba casi hasta la cintura. Antes de que yo la conociese, era de color caoba. Con los años empezó a clarear, pero recuerdo mi asombro cuando lo llevaba sin recoger. Eso solo sucedía por la noche, cuando se soltaba el moño frente al espejo brumoso del minúsculo dormitorio húmedo y mohoso de la casa de campo donde vivía con mi abuelo, quien tenía su propia habitación aún más pequeña bajo los aleros en lo alto de la estrecha escalera de madera, un lugar que casi nunca se nos permitía visitar. Una vez suelto el pelo y puesto el camisón, mi abuela se quitaba la dentadura y la dejaba en un vaso junto a la cama, un acto que a mi hermana Liv y a mí nos fascinaba, pues no teníamos ninguna parte del cuerpo que pudiéramos sacarnos por la noche y ponernos de nuevo por la mañana.

De todos modos, la dentadura extraíble solo era una pieza de un ser absolutamente maravilloso aunque a veces intimidante. Nuestra abuela pelaba patatas con un cuchillo de cocina a lo que a mí me parecía la velocidad de la luz, transportaba troncos de la montaña de leña apilada cerca de la casa y abría la pesada puerta del sótano de un solo tirón tan poderoso como el de cualquier hombre para conducirnos al frío y húmedo dominio donde guardaba las conservas en tarros de cristal, en estantes alineados contra las paredes de tierra. Era un lugar que olía a tumba, un pensamiento que podría habérseme ocurrido o no en aquel entonces, pero la expedición siempre iba acompañada de un tufillo de amenaza, de la fantasía de que me dejarían allí abajo con los tarros, las serpientes y los fantasmas envuelta en la negrura.

Ella era la única persona adulta que conocíamos que se divertía contando chistes escatológicos. Se desternillaba, como si ella misma fuera una niña, y cuando estaba de buen humor, nos hablaba de los tiempos ya lejanos de su infancia, cómo había aprendido a dar volteretas, a hacer la rueda y a caminar sobre una cuerda, y cómo sus hermanos y ella izaban velas en sus trineos y, empujados por el viento, cruzaban a toda velocidad el lago congelado que había cerca de la granja donde creció. Antes de ir «de visita» —lo que significaba subirnos al viejo Ford para «pasar a saludar» a varios vecinos—, la abuela se ponía su sombrero de paja con flores que colgaba de un gancho detrás de la puerta principal, agarraba su bolso negro con el cierre dorado en el que llevaba su pequeño monedero, y nos íbamos.

Mi abuela murió a los noventa y ocho años. Durante un tiempo ha sido un fantasma en mi vida, pero últimamente ha vuelto a mí en forma de imagen mental. Veo a Matilda Underdahl Hustvedt acercarse a mí acarreando dos pesados cubos de agua. Detrás de ella está la oxidada bomba de mano que todavía se encuentra en la propiedad, y detrás de esta, las piedras de lo que fueron los cimientos del viejo granero, que se demolió mucho antes de que yo naciera. Es verano. Veo la bata de algodón de mi abuela, abotonada por delante. Veo sus pechos bajos, su cuerpo ancho, sus piernas gruesas. Veo cómo le tiemblan las carnes que le cuelgan de los brazos mientras camina con ellos rectos, acarreando los cubos de metal esmaltado, y veo los ojos hundidos, enrojecidos y feroces detrás de sus gafas. Siento el calor del sol y el viento ardiente que sopla a través de las llanuras onduladas de la Minnesota rural. Veo un cielo inmenso y el horizonte amplio y desierto solo interrumpido por bosquecillos. La imagen del recuerdo va acompañada de una mezcla de satisfacción y dolor.

Avance editorial de Madres, padres y demás, de Siri Hustvedt

Tillie, como la llamaban sus amigos, nació en 1887, hija de un inmigrante, Søren Hansen Underdahl, y de su segunda mujer, Øystina Monsdattar Stondal, quien probablemente también era inmigrante, aunque no puedo corroborarlo porque mi padre no lo menciona en la crónica familiar que escribió para nosotros. En todo caso, el padre de Øystina era rico y dejó a cada una de sus tres hijas una granja. Tillie creció en la propiedad que su madre tenía en el condado de Ottertail, Minnesota, cerca de la ciudad de Dalton. Tenía ocho años cuando esta se murió. Una historia de cuando Tillie tenía ocho años que nos contaba la hermana de mi padre, tante (tía) Erna, que nos contaba mi madre y que nos contaba la propia Tillie adquirió el estatus de leyenda familiar. Tras la muerte de Øystina, el pastor de la vecindad acudió a visitar a la familia y a hacer lo que fuera que hacían los pastores luteranos con los cuerpos de los difuntos. Poco antes de abandonar la casa, enunció piadosamente ante todos los presentes que la muerte prematura de la mujer había sido «la voluntad de Dios». Al oírlo mi abuela, mucho antes de ser mi abuela, estampó el pie contra el suelo con rabia y gritó: «¡No lo es! ¡No lo es!». Y se alegraba de haberlo hecho, y nosotros también.

Tillie nunca visitó el país de sus ancestros. Nunca vio el primer hogar de su padre, en Undredal, con su pequeña iglesia encaramada cerca de la escarpada ladera de la montaña que se eleva sobre el fiordo de Sogn. Yo jamás la oí decir que quisiera verla. Casi nunca se ponía sentimental. Su marido, mi abuelo Lars Hustvedt, viajó por primera vez a Noruega con setenta años. Había heredado algo de dinero de un pariente y se compró un billete de avión. Fue a Voss, donde había nacido su padre, y allí lo recibieron con los brazos abiertos algunos familiares de los que hasta ese instante no tenía noticia. Según cuenta la tradición familiar, conocía de memoria «cada piedra» de la granja familiar, Hustveit. El padre de mi abuelo debió de echarla de menos, y esa añoranza y las historias que la acompañaron debieron de provocar en su hijo una añoranza por un hogar que no era sino una idea de hogar. Adoptamos como propios los sentimientos de los demás, en especial de las personas que nos son queridas, y mediante una conexión imaginativa nos figuramos que lo que nunca hemos visto o tocado nos pertenece también a nosotros.

En el texto que nos dejó, titulado La familia Hustvedt, hay poca información sobre la familia de su madre, aparte de lo que he contado sobre la herencia de Øystina. La identidad consciente de mi padre era la de la línea paterna, y averiguó todo lo que pudo sobre los hombres de Voss que lo precedieron: su abuelo, su bisabuelo y su tatarabuelo. No creo que se le pasara por la cabeza indagar sobre su linaje materno. Además, es posible que Tillie no guardara ningún documento o carta de sus padres. Sabía leer y escribir, pero dejó de ir a la escuela a partir de segundo. Las cartas que le escribió a su hijo soldado son fluidas, pero la gramática a veces deja bastante que desear.

Solo de adulta he tenido ocasión de reflexionar sobre el problema de la omisión, sobre lo que falta en lugar de lo que está ahí, y de empezar a comprender que lo que se calla resuena con tanta fuerza como lo que se dice.

En el mejor de los casos, a mi padre le irritaba mi abuela. Recuerdo cómo se erizaba o fruncía el ceño en silencio cuando ella hacía declaraciones ignorantes sobre la situación del mundo alrededor de la mesa. Casi nunca la reprendía, pero su rostro era un mapa de infelicidad, y yo sentía los conflictos entre madre e hijo como rasguños profundos en las inmediaciones del pecho, que a veces se volvían tan insoportables que les pedía que me disculparan, y huía de ese torbellino familiar, en su mayor parte mudo, para refugiarme en el jardín, donde podía estudiar las uvas Concord de la glorieta, que todavía estaban verdes y poco a poco adquirían un tono azulado, o arrojarme sobre el césped y concentrarme en morder las puntas blancas y dulces de las briznas. Incluso entonces supe que detrás de la irritación de mi padre había historias que nunca escucharía.

El abuelo era un alma más gentil que la abuela. Dieciséis de sus veinticinco hectáreas de tierras de labranza fueron a parar a manos del banco durante la Depresión, lo que explicaba sus penurias. Seguramente vivían de la seguridad social. No lo sé. El sueldo de mi padre era bajo y durante años vivimos mes a mes, así que si él los apoyó económicamente, no pudo ser con grandes cantidades. Mi abuelo dejó de ganarse la vida como agricultor mucho antes de que yo lo conociera.

No recuerdo a mis abuelos hablando o tocándose. Sin embargo, hay fotografías de ellos sentados el uno al lado del otro.

El abuelo Lars era un hombre introvertido y taciturno que leía el periódico de la primera página a la última, seguía de cerca la política, pasaba largos periodos de tiempo sentado en una butaca de la abarrotada sala de estar, y mascaba tabaco y lo escupía en una lata de café Folgers que tenía a sus pies. Sonreía con benevolencia al ver nuestros dibujos y nos daba caramelos a rayas de un tarro que guardaba en la cocina. Después de su muerte, mi padre me dijo que con él se iba «más de la mitad» de su amor por «el lugar», refiriéndose a la granja. Yo tenía dieciocho años y reflexioné sobre esa declaración críptica, que interpreté como que había querido a su padre más que a su madre.

Cuando Tillie se estaba muriendo, mi madre pasó algún rato a solas con ella. Mi abuela le cogió la mano y gimió: «Debería haber sido más amable con Lars. Debería haber sido más amable con Lars».

Tras la muerte de su madre, mi padre pronunció unas palabras en el funeral y la llamó «la última pionera». Mi padre hacía discursos excelentes. Escribía bien y con ingenio. Pero en su panegírico se percibe cierto desapego, como si contemplara su infancia a una gran distancia; se echa en falta un vínculo con la mujer que lo parió, amamantó y cuidó. ¿Adónde fue a parar? ¿Se desvaneció en la amargura del matrimonio de sus padres? ¿Hay acaso otro elemento mucho más oscuro y difícil de definir? ¿Desapareció la deuda contraída con ella en la tierra olvidada de la madre y las madres, el reino silencioso del útero donde empieza y del que nace todo ser humano, un territorio que la cultura occidental ha reprimido o evitado hasta un punto que me parece impresionante? A mi padre le salía «natural» omitir el lado de la familia de Tillie porque en el mundo de mi infancia no señalábamos el tiempo a través de las madres, sino solo a través de los padres. Es el apellido del padre el que marca generación tras generación. Sospecho que La familia Hustvedt sirvió en parte para rehabilitar a los patriarcas que habían quedado aplastados por la historia, una historia que abarcaba lo que mi padre presenció de niño: las humillantes pérdidas de su padre, que a través de una identificación intensa interiorizó como propias.

Mi abuela también sufrió pérdidas. Heredó dinero de su padre, lo ingresó en el banco y lo ahorró. No sé de cuánto dinero hablamos, pero era suyo. Años más tarde, después de que el hermano de mi abuelo, David, perdiera ambas piernas en un accidente de trabajo en la Costa Oeste, ella renunció al dinero para pagarle unas prótesis. El dinero se envió, pero el hermano desapareció. Al cabo de muchos años, David Hustvedt murió en Mineápolis, donde se había dedicado a vender lápices por la calle. Se las arreglaba para desplazarse encajando las rodillas en unos zapatos. En la calle lo conocían como Dave el Hombre de los Lápices. Utilicé la historia en una novela, Elegía para un americano.

Mis padres están muertos. Mientras escribo esto, mi madre lleva apenas tres meses muerta. Falleció el 12 de octubre de 2019 a los noventa y seis años. Mi padre falleció el 2 de febrero de 2004. Yo cumpliré sesenta y cinco el 19 de febrero de 2020, el mismo día que mi madre habría cumplido noventa y siete, de haber seguido viva. Ninguno de los dos murió joven, y aunque yo muera pronto, hoy o mañana, tampoco moriré joven.

Mis padres se conocieron en la Universidad de Oslo en 1950 o 1951. Ella estudiaba allí y mi padre tenía una beca Fulbright. Mi madre nació en Mandal, pero a los diez años se fue a vivir a Askim, una ciudad de las afueras de Oslo. Aunque parezca bastante estúpido, tardé un poco en caer en la cuenta de que la mayor parte de la juventud de mis padres transcurrió durante la guerra o bajo la Ocupación. Él tenía diecinueve años cuando lo llamaron a filas. Ella, diecisiete cuando los nazis invadieron Noruega el 9 de abril de 1940.

A los pocos años de conocer al nieto de inmigrantes noruegos, mi madre se encontró casada y viviendo en Minnesota, convertida ella misma en inmigrante noruega.

No sabía que los padres del apuesto estadounidense que había conocido en el American Club de Oslo vivían en una granja sin agua corriente, que no tuvieron electricidad hasta que mi padre la instaló después de la guerra, y que ninguno de los dos había terminado la escuela primaria, no digamos la secundaria. No sabía que dos estufas de leña era todo lo que tenían para calentarse durante los gélidos inviernos de Minnesota. Mi padre le ocultó todo eso a mi madre. Dejó que lo descubriera por sí misma. Las razones de su reserva están enterradas con él.