Por Belén Canonico.

Desde muy temprana edad, Flora Alejandra Pizarnik sintió que no pertenecía a este mundo. Quizás por el tormento que le producía no encajar con los parámetros de belleza que impone la sociedad; por el carácter extranjero de su familia, que había emigrado desde Rivne, huyendo del nazismo; o por la forma en la que hablaba, que la hizo ser blanco de muchas burlas. Y de la mano de la escritura, logró poner en palabras esa angustia que la perseguía desde que tenía memoria.

Comenzó a escribir en secreto durante la adolescencia. Llevaba consigo siempre una libreta en la que iba anotando ideas que le surgían en lo cotidiano. Y en la elección de cada palabra se manejaba con la misma rigurosidad con la que atacaba su cuerpo, consumiendo anfetaminas para no subir de peso. Aquella Alejandra adolescente, decidió seguir su sueño de zambullirse en la literatura apenas terminó la escuela secundaria.

Lejos de lo que hubieran querido sus padres, en lugar de casarse, tener hijos y convertirse en ama de casa, decidió anotarse en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Pero no buscaba aprobar las materias que cursaba ni recibirse: Pizarnik tenía un afán por adquirir nuevos conocimientos admirables. Pasaba sus días leyendo, en busca de nuevos autores y de experiencias que la inspiraran en su camino.

Así fue como se inició en el surrealismo y con la ayuda de su psicoanalista, León Ostrov, plasmó su inconsciente en su poesía, como un medio para fortalecer su autoestima que llevaba tanto tiempo rota. Con un importante trabajo personal a cuestas y varias obras en su haber, entre las que se destacaban "La tierra más lejana" (1955), "Un signo en tu sombra" (1955) y "Las aventuras perdidas" (1958), en 1960 Alejandra decidió probar suerte en París, Francia, donde se desarrolló como traductora y rápidamente se integró al ambiente cultural. Se codeaba con Julio Cortázar, Simone Beauvoir, Octavio Paz y Rosa Chacel, entre otros.

Durante sus años en Europa participó en distintas revistas culturales, publicó poemas y críticas en varios diarios, pero aún así, sentía que no era el lugar al que pertenecía. Por eso, en 1964 emprendió su regreso a la Argentina y sufrió una gran caída emocional. Más allá de su trabajo como escritora, con el que se había ganado el reconocimiento de críticos y lectores, a nivel personal no podía repuntar.

Pizarnik estaba aferrada al costado más dramático que exponía en su obra y tras el fallecimiento de Elías, su padre, el dolor caló hondo en sus huesos y nunca pudo recuperarse. Desde entonces, la sombra de la muerte se mantuvo presente en sus pensamientos y escritos. Y eso sumado a su adicción a las anfetaminas y al malestar que le generaban los prejuicios hacia su bisexualidad se evidenciaron tanto en su obra como en su diario íntimo.

En 1970 Alejandra tuvo su primer intento de suicidio. Unos meses más tarde, llegó el segundo. Y más allá de que contaba con el apoyo de su círculo íntimo y que de que estaba internada en un hospital psiquiátrico para tratar su grave cuadro depresivo, el 25 de septiembre de 1972 se quitó la vida tras ingerir 50 pastillas de Seconal. Con solo 36 años, Pizarnik dejó una huella en la literatura nacional y la imagen de una poeta incomprendida y triste a la que la vida le causó mucho dolor.

Memoria iluminada: Su voz (Alejandra Pizarnik) - Canal Encuentro HD