El escritor tanzano Abdulrazak Gurnah, radicado en Gran Bretaña desde hace medio siglo, obtuvo el Nobel de literatura el año pasado, y desde entonces su nombre no para de crecer y sus obras son reeditadas o publicadas por primera vez en cientos de países y lenguas. En una entrevista que concedió de modo virtual a periodistas latinoamericanos y españoles, el nacido en Zanzíbar en 1948 aseguró que ganar el premio literario más prestigioso le cambió la vida, pero también lo dejó sin tiempo para escribir. Pero también reflexionó sobre el desarraigo, algo que vivió en carne propia, y es el eje de su gran novela A orillas del mar, y también sobre el conflicto en Ucrania.

Sobre el hecho de ser el quinto africano que recibe el Nobel en más de un siglo de historia, el escritor y profesor universitario opinó que “esto expresa en cierta medida el escaso valor que se otorga a las producciones literarias no europeas” y “el provincianismo de la Academia sueca”, aunque luego aclaró que no quiere criticarla. “Ya no podemos volver atrás, pero quizá a partir de ahora los autores de otros lugares del mundo o con otros antepasados puedan recibir mayores reconocimientos, algo que en cierto modo ya está ocurriendo”, sostuvo.

Gurnah aseguró que hace mucho tiempo que no relee completamente A orillas del mar, obra que escribió en 2001, pero explicó que guarda “una memoria muy potente” de todos los libros que escribió. En esa novela en particular abordó los grandes temas de su literatura: las consecuencias de la colonización europea del mundo y la experiencia del exilio, según publica El Español.

Su historia da cuenta de eso. Gurnah tuvo que abandonar forzosamente Tanzania, que había sido una colonia británica hasta 1963. Tras alcanzar la independencia, Zanzíbar pasó por una revolución que persiguió a los ciudadanos de origen árabe, como él. Con 18 años tuvo que abandonar a su familia y viajó hasta Inglaterra como refugiado. No pudo regresar hasta 1984.

El protagonista de A orillas del mar es Saleh Omar, un antiguo comerciante de 65 años que aterriza en el aeropuerto de Gatwick con un pasaporte falso, un cofrecito de caoba con incienso y poco más. “Soy un refugiado, un solicitante de asilo. No son palabras huecas, aunque el hábito de oírlas haga que lo parezcan”, declara el personaje, que también es el narrador en primera persona de su propia historia.

Siguiendo el consejo de quien le vendió el billete de avión, Saleh finge no saber el idioma, aunque se educó en una escuela inglesa. Cuando le preguntan, repite una y otra vez: “Refugiado. Asilo…”, así que los servicios sociales británicos recurren a Latif Mahmud, un poeta de la misma nacionalidad que Saleh, profesor y exiliado en Londres.

Según Gurnah, el origen de esta novela fue una poderosa imagen que vio por televisión: “Sería seguramente en 1998. Un vuelo interno de Afganistán fue secuestrado y obligaron al piloto a poner rumbo a Londres. Una vez allí las fuerzas de seguridad convencieron a los secuestradores para que se rindieran y los pasajeros abandonaron el avión. Entre ellos había un hombre mayor con una barba gris muy poblada que le llegaba casi hasta el ombligo. Los secuestradores pidieron asilo, que era el motivo por el que habían raptado el avión. Al día siguiente, todos los pasajeros también pidieron asilo. Y yo pensé en aquel anciano de la barba. ¿Qué tendría en la mente para abandonar a su edad su país y su vida anterior? Quizá tenía razones para detestar su vida y querer comenzar una nueva”.

El desarraigo es un denominador común en la obra de Gurnah. “Es una sensación que pueden tener personas que están a solo 10 kilómetros de su casa, pero yo estoy interesado en movimientos de personas más amplios, gente que tiene que abandonar sus países, obligada por la guerra, la violencia y otras razones”, explica el escritor. “Yo también he tenido que lidiar con el desarraigo producido por estar en otro país. Es un fenómeno global que llevamos viendo muchísimos años no solo en Europa, también en América, Australia o Sudáfrica, pero ahora hay muchas personas que viajan desde el sur hacia el norte del planeta y en términos relativos es una novedad en Europa”.

Hablando de desplazamientos forzosos y desarraigo sería imposible no referirse a la guerra de Ucrania, que generó en menos de un mes tres millones de exiliados. “Siento compasión por ellos, qué otra cosa puede sentir uno cuando ve algo que es sin duda un ataque cruel sobre los hogares de muchas personas. Es terrible ser testigos de esto, pero en cierto modo tienen cierta suerte por una razón: muchos países vecinos han respondido con compasión, pero no todos los pueblos son así de bien recibidos”.

“No resulta nada sorprendente que los países europeos muestren más simpatía por los ucranianos que por los africanos: es su propia familia, son sus vecinos. Aunque no sea sorprendente es triste que esa preocupación humana no se extienda a los afganos o a los iraquíes. Esto ha servido para exponer la actitud sesgada. Es lo único positivo que podemos sacar de todo esto”, continuó.

Sobre la guerra, reflexionó que “uno no puede tirarle un libro a un tanque para pararlo, pero la literatura puede aclarar cosas para que nosotros después podamos luchar. No creo que una persona autoritaria lea un libro y diga ‘llevo toda la vida equivocado, voy a cambiar, seré amable’, pero sí muchas personas han tenido revelaciones. La literatura nos ha informado a nosotros, no al tirano, sino al resto, para que los tiranos no abusen de nosotros”.