Por Rocío Maciel*

Hoy ya nadie habla del violento asesinato de Fernando Báez Sosa. Con la pandemia nos olvidamos que a un chico de 18 años, otros jóvenes de su misma edad le quitaron la vida en la puerta de un boliche en Villa Gesell. Un crimen de odio basado en un acto discriminatorio.

Si bien muchos de los estudios y análisis del caso deberían haber empezado en febrero, recién se iniciaron a fines de mayo en el laboratorio de la Policía Federal Argentina en Mar del Plata. En principio, las muestras habían sido enviadas a la Asesoría Pericial del Ministerio Público en Junín, pero con motivo de la suspensión de actividades por el aislamiento obligatorio, se las trasladó a la ciudad balnearia y todavía nos encontramos a la espera de nuevos resultados.

A pesar de los múltiples pedidos de justicia y de la última marcha multitudinaria del 18 de febrero frente al Congreso Nacional, no se logró avanzar en la investigación. Sólo se conocieron los resultados de las pericias de las zapatillas -por la forma violenta en la que murió Fernando, el calzado que llevaban aquella noche, se transformó en un elemento clave en la pesquisa-.

Recientemente confirmaron que la zapatilla que golpeó hasta la muerta a Fernando corresponde a Máximo Thomsen. Pero se encuentran pendientes los peritajes psicológicos y psiquiátricos, los cuales, se iban a realizar en abril y se pospusieron por tiempo indeterminado. Esto último es clave, ya que el fiscal los necesita incorporar al expediente para luego pedir la elevación a juicio del caso.

La muerte de Fernando nos pone de manifiesto, por un lado, la inoperancia del sistema judicial, que no sólo dejó un vacío en términos jurídicos sino que dejó a la familia, amigos y a toda la sociedad sin Justicia.

Por otro lado, este caso nos permite ver la importancia de la construcción de nuevas masculinidades. Ya que a lo largo de la historia el ejercicio de la violencia ha sido una cualidad asignada socio-culturalmente a los hombres. La utilización de la misma legitima el poder que poseen en el marco de las relaciones de género y perpetua su posición privilegiada en el sistema.

En este sentido, la violencia se transforma en el instrumento mediante el cual estos han ejercido su hegemonía y legitimando el carácter patriarcal de nuestra sociedad.

La violencia se convierte así en una cualidad propia de los hombres, indispensable para el desarrollo de un modelo de masculinidad hegemónica, al cual todos los varones deben aspirar; mientras que a las mujeres les están vedadas todas aquellas conductas y patrones que lo conforman. Según estudios realizados por el experto anglosajón, Michael Kimmel, “ser masculinos presupone no ser femeninos”, o sea, no ser como las mujeres.

Estos preconceptos se encuentran lamentablemente naturalizados por gran parte de nuestra sociedad y estuvieron presentes desde el primer momento del caso. Incluso desde varias entrevistas a miembros del club de rugby al cual pertenecían los jóvenes, han expresado que “eran prácticas habituales de los jóvenes golpear a una persona en grupo”.

Por eso es imprescindible promover valores que ayuden a la construcción de nuevos sujetos sociales en los espacios de socialización de chicos, chicas y jóvenes como lo es el deporte. Es fundamental educar desde una perspectiva de género en todos los ámbitos. Y entender la multiplicidad de formas que puede adoptar la violencia es la única manera de lograr una sociedad más igualitaria.

No nos olvidemos de Fernando y de su familia porque cuando la pandemia pase nuestros jóvenes volverán a salir a divertirse con amigos. Debemos seguir reflexionando y luchando para lograr una sociedad deconstruida y libre de violencia.

(*) Directora de derechos humanos de la Legislatura porteña.